La ciudad vieja es un símbolo de la situación que se vive en Cisjordania y Gaza, ocupada y dividida
Por Tamara Crespo/ Fotografías: Fidel Raso
El día que visitamos la parte vieja de Hebrón caminamos por una ciudad fantasma, una ciudad hermosa, con bellísimos edificios de piedra caliza, pero vacía. Un control israelí aquí, otro, unas calles más allá, uno para acceder a la Tumba de los Patriarcas, a mayores, otro para entrar en un barrio situado algo más arriba de la mezquita… Hebrón es una metáfora de toda Cisjordania, de Palestina, dividida y ocupada por Israel. En Hebrón recorrimos la única medina que vimos vacía. Las medinas son siempre bulliciosas, en esa solo un puñado de comerciantes mantenían alguna tienda abierta. Sus estrechas callejuelas estaban cubiertas por mallas llenas de basura. Algunos rincones, los que daban a los edificios donde viven los colonos judíos, de mucha mayor altura, eran un vertedero, arrojaban los desperdicios desde sus ventanas. Ellos mismos vivían rodeados de su propia basura en su afán por lanzársela al «enemigo». Hay que imaginarse lo que es emigrar desde el neoyorkino barrio de Brooklin, origen en buena parte de esta colonia sionista, con tu familia, tus hijos…, para vivir así. En aquel momento, el palestino que nos mostraba la ciudad, Abu Hassan, cifraba en unos 400 los judíos, protegidos «por 4.000 soldados», aseguraba. Sea cual sea su cifra, la colonia es una gota en un océano en el que, a pesar de las enormes restricciones de movimiento, viven miles de palestinos. «La valla de ese barrio se cierra a las 7 en invierno y a las 10 en verano -señalaba Hassan apuntando con el dedo a un control militar-, si quieres salir, tienes que pedir permiso, si hay una emergencia, tienen que avisar al puesto y unos soldados vienen a comprobar si es cierto antes de, por ejemplo, permitir la evacuación de una persona o de llamar a emergencias. Tampoco puede visitarles nadie, ni siquiera sus familiares, tienen que salir ellos». Esa es la vida en Hebrón.
Tierra verde y fértil de Cisjordania
La ciudad es uno de los enclaves habitados más antiguos de Oriente Medio, santa para judíos, musulmanes y cristianos, y distante unos 30 kilómetros de la otra gran ciudad sagrada, Jerusalén. Durante el trayecto, Abu Hassan nos señalaba y aportaba datos sobre las colonias judías de Cisjordania, dividida en tres sectores de aséptico y tópico nombre: A, B y C. Comienzan por ser unas pocas precarias construcciones en la cima de la colinas y van extendiéndose, son urbanizaciones protegidas como fortalezas. También nos habló Hassan del nombre árabe de Hebrón, Al-Jalil, que hace referencia «a lo fértil y verde de esta tierra». A medida que avanzábamos, el paisaje se tornaba, en efecto, verde y arbolado. Las terrazas de los cultivos están primorosamente construidos, con muros de piedra seca. Abundan los olivos y las cepas. De regreso, veríamos a un hombre trabajando con una mula y un arado romano. La tierra es roja.
Cerca del primer tramo del muro que separa Cisjordania de Israel pasamos por el primer control y el primer embotellamiento de tráfico. De camino, numerosas colonias y otro control más importante, en el que -nos contaba- habían muerto «varias docenas de palestinos», incluidos menores, porque «los soldados disparan por cualquier cosa».
Para acceder a la parte vieja de Hebrón, otro control del ejército. Uniformes, armas, molinetes, arcos detectores de metales, la misma letanía en toda Cisjordania y en Jerusalén. Nosotros pasamos sin mayor problema, a un joven palestino que iba delante le hacen quitarse el cinturón.
La ciudad pétrea lo es también en su ambiente, parecía un decorado. Nos acercamos a la zona habitada por los judíos. Había un soldado vigilando el acceso a la calle principal del barrio, ancha, recta y desierta. Otros militares se acercaron, con gestos y voces llamativamente distendidos, a darle bebida y comida. Era para celebrar la Januká, la fiesta de las luces. El soldado, muy joven, canturreaba, y tenía una actitud como de soberbia, que se antojaba en realidad nerviosa. Pensé que debía sentir miedo. Nos adentramos, inquietos por lo surrealista de la situación, en el barrio judío, nosotros, Hassan no podía por ser palestino. Antes de que entráramos, nos mostró una pequeña mezquita junto a una calle cortada por bloques de hormigón como los que se emplean en el muro. «Lo hacen para obligar a los fieles a dar un rodeo», afirmaba. Recorrimos una calle, vacía y silenciosa. Solo vimos a lo lejos a una familia. Todo por vivir en la «tierra prometida», una tierra en la que los controles israelíes mantienen encerrados y atemorizados a los palestinos y a los propios judíos.
En las inmediaciones de la mezquita y Tumba de los patriarcas crecía mucho la presencia militar. Hassan explicó que había también casas ocupadas y que no se veían niños porque era «peligroso», «una vez mataron a un crío de 5 años porque decían que les había tirado una piedra». En la puerta del templo hay que pasar otro control y ponerse una túnica con capucha. Dentro están las tumbas de Abraham, padre de las tres religiones monoteístas, y su familia, incluida su esposa Sara, junto a las de los otros dos patriarcas, Isaac y Jacob, con sus mujeres, Rebeca y Lea. Es uno de los lugares más sagrados del Islam, del judaísmo y también para los cristianos, y repartido, por supuesto, en dos «sectores», judíos por un lado, musulmanes, por otro.
30 años de la masacre
En unos meses se cumplirán 30 años de la matanza de la Mezquita de Hebrón, la «tumba de los patriarcas» que también lo fue para los 29 palestinos que murieron acribillados a balazos por un inmigrante judío, Baruk Goldstein. Fidel Raso cubrió, junto a Eugenio García Gascón, la «semana trágica» que se desató a continuación, un resurgimiento de la «intifada», palabra árabe tristemente conocida en todo el mundo. La masacre puso una vez más en peligro los acuerdos de paz, relataba aquella información.
Treinta años han pasado y la violencia y el odio vuelven a desatarse hoy con furia. Veinticinco se habían cumplido casi cuando, en noviembre 2018, entramos en la mezquita de Hebrón sobrecogidos. El 25 de febrero de 1994, cuando los musulmanes se postraban en el primero de los cinco rezos diarios del Islam, Goldstein, vestido de militar y fuertemente armado, comenzó a dispararles por la espalda, desde un altillo al que accedió por unas escaleras de caracol. El palestino que nos mostraba el escenario del crimen representaba con elocuentes gestos el horror que debió vivirse en aquella sala: «Lanzó una granada y comenzó a disparar con su fusil hacia allí, hacia la quibla». «El primero al que mató fue al imán. No pudo ser que lo hiciera solo, hay testigos que dicen que había otros enmascarados disparando. «En poco tiempo, limpiaron todo, al asesino lo mataron unos musulmanes ahogándolo, los estrangularon en una esquina de la sala de oración».
El relato de Hassan continuaba mientras visitábamos las tumbas de los patriarcas, que pueden verse por turnos, separados según la religión que se profese: «Los judíos montan bulla al otro lado cuando el muecín llama a la oración y entran sin quitarse los zapatos», relataba señalando el por qué de unas alfombras enrolladas junto al sepulcro de Abraham.
La medina desierta
En la primera calle comercial cerrada que vimos en la medina observamos también los primeros tramos llenos de basura junto a los desproporcionados bloques de viviendas judíos. «Primero ponen el edificio y luego cierran lo que hay al lado por seguridad». Entre decenas de tiendas cerradas, solo unas pocas en las que tomar un zumo de granada o comprar una kufiya. «Ahora hay algunos puestos más abiertos que hace unos años. Les ofrecen una ayuda internacional de 300 euros por abrirlas, pero sigue siendo muy poco rentable por los horarios a los que les obligan los israelíes, por la doble aduana…». Al salir de la medina, bullía la ciudad moderna, como cualquier ciudad árabe, como cualquier ciudad normal, aunque esta no lo sea en absoluto, en esta hay «normalizadas» situaciones fuera de lo normal. Al pasar por una plaza, Hassan nos explica que allí «todos los viernes se monta una manifestación y un disturbio». «Mi función es concienciar a la gente de lo que ocurre en Cisjordania«, nos dijo durante el viaje de vuelta, en medio de otro monumental atasco, aseguraban que por la Januká. En Jerusalén, «ciudad de paz» para los hebreos y al-Quds, «la santa», para los árabes, en esos días de diciembre los judíos danzan agrupados en círculos y cantan hermosas canciones junto al Muro de las Lamentaciones, se enciende el candelabro, la alegría es contagiosa. En ese lugar del mundo, donde también están el Santo Sepulcro y la Gran mezquita de Al-Aqsa, se concentra lo mejor y lo peor de la naturaleza humana.